No importa si la relación fue buena, mala o prácticamente inexistente. Cuando nuestro padre muere se produce una conmoción en nuestro mundo interior. Si lo asumimos sanamente, también es algo que nos ayuda a evolucionar.
El momento en que un padre muere es uno de los más complejos en la vida de una persona. No importa la edad que tengamos ni lo buena o mala que haya sido esa relación con el padre. Incluso un padre lejano o ausente deja un profundo vacío y un cúmulo de sentimientos y emociones difíciles de tramitar. Cuando nuestro padre muere tenemos que reposicionarnos mentalmente en el mundo. Por un tiempo, el lugar que ocupamos en el planeta se vuelve un poco difuso. También tenemos que modificar nuestra autopercepción. Sin nuestro padre no somos los mismos de antes. Aunque lo usual es que tengamos más apego y cercanía con nuestra madre, lo cierto es que el padre es una figura que siempre está en el horizonte . Incluso cuando no está, su presencia brilla en el telón de fondo. Es guía y protector, pese a que no guíe o proteja. Nuestra mente lo ha ubicado en ese papel, aun sin darnos cuenta.
“Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida, la muerte canta noche y día su canción sin fin”. -Rabindranath Tagore-
Cuando el padre muere, cambia la identidad
Somos unos cuando tenemos padre y otros cuando nuestro padre muere. No importa que tengamos 30, 40 o 50 años al momento en que ocurra ese acontecimiento. Mientras nuestros padres están vivos, una parte de nosotros sigue viviendo en la infancia. Sentimos que nuestra vida está encabezada por otro ser. En el momento de la muerte del padre, se produce un pequeño terremoto en nuestra identidad. Somos nosotros quienes pasamos a encabezar a las generaciones que nos suceden. Esto asusta y genera un sentimiento de soledad. Se inicia entonces un proceso de construcción de una nueva identidad adulta. Esto no se realiza automáticamente y tampoco está exento de sufrimiento. Debemos edificar una nueva perspectiva frente a quienes somos y a nuestro lugar en la vida de otros. Cuando el padre muere es como si perdiéramos un ancla. Por un tiempo estaremos a la deriva.
La nostalgia de lo que nunca fue
Nunca tendremos otro padre. Se trata de una pérdida absolutamente irreparable. Tanto si tuvimos una buena relación con él como si no la tuvimos, vamos a sentir nostalgia por lo que nunca sucedió o lo que nunca fue. Algo dentro de nosotros se resiste a renunciar a los ideales, a aceptar lo imposible. Si nuestro padre era cercano y cariñoso, vamos a mirar en perspectiva todo lo que nos dio. Sus sacrificios y esfuerzos para que fuéramos felices. Entonces quizás pensemos que no correspondimos de forma adecuada a esos generosos regalos. Que nos faltó darle más amor, más atención o más felicidad. Si la relación con el padre no era buena, las cosas se ponen un poco más difíciles. Lo usual es que las fracturas y los puntos de quiebre en esa relación comiencen a pesar más. Ahora ya no existe la oportunidad de acortar esas distancias o simplemente de decir que sí, que a pesar de todo, lo amamos. Algo similar ocurre en el caso de los padres ausentes. A esa ausencia vivida y sufrida, seguramente por mucho tiempo, se suma ahora la contundencia de la ausencia total. Es como verte obligado a cerrar un ciclo que jamás se abrió realmente.
El imperativo de avanzar
No importa cuáles sean las circunstancias, si nuestro padre muere, probablemente aparezca el dolor. También vamos a cambiar a veces de manera positiva. Sin esa figura normativa presente, es posible que salgan a relucir aspectos de nuestra personalidad o realidades que estaban inhibidas por su presencia. Como sea, esta pérdida seguramente va a doler de una forma intensa por un buen tiempo. Con el paso de los meses y de los años se hará más tolerable. Lo más aconsejable es comprender que el sufrimiento puro y duro ante la muerte del padre es una fase perfectamente normal. Podemos tener 50 años, pero aún así nos va a doler, nos va a asustar. La psicóloga Jeanne Safer recomienda darse un tiempo para reflexionar acerca del legado que nos dejó nuestro padre. Y hacerlo básicamente en torno a cinco preguntas: ¿qué obtuve de mi padre? ¿Qué quiero conservar de ello? ¿Qué de esto quiero descartar? ¿Qué lamento no haber recibido? ¿Qué hubiera querido dar y no di? Todo ello permite identificar dónde están las fracturas y los vacíos. Esto, a su vez, ayuda a generar estrategias para tramitar esos vacíos y quiebros. Cuando nuestro padre muere, también se abren nuevas vetas de crecimiento. Lo más inteligente es aprovecharlas.
Fuente: Psic. Gema Sánchez Cuevas Fotos: Internet
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